10/13/2008

1667, Ciudad de México: Juana a los dieciséis.

En los navíos, la campana señala los cuartos de la vela marinera. En los socavones y en los cañaverales, empuja al trabajo a los siervos indios y a los esclavos negros. En las iglesias da las horas y anuncia misas, muertes y fiestas.
Pero en la torre del reloj, sobre el palacio del Virrey de México, hay una campana muda. Según se dice, los inquisidores la descolgaron del campanario de una vieja aldea española, le arrancaron el badajo y la desterraron a las Indias, hace no se sabe cuántos años. Desde que el maese Rodrigo la creó en 1530, esta campana había sido siempre clara y obediente. Tenía, dicen, trescientas voces, según el toque que dictara el campanero, y todo el pueblo estaba orgulloso de ella. Hasta que una noche su largo y violento repique hizo saltar a todo el mundo de las camas. Tocaba a rebato la campana, desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió.
Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcalde y el cura subieron a la torre y comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fué enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio en México.
Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaza mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve la mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Ella conoce la historia. Sabe que fué castigada por cantar por su cuenta.
Juana marcha rumbo al convento de Santa Teresa la Antigua. Ya no será dama de corte. En la serena luz del claustro y la soledad de la celda, buscará lo que no puede encontrar afuera. Hubiera querido estudiar en la universidad los misterios del mundo, pero nacen las mujeres condenadas al bastidor de bordar y al marido que les eligen. Juana Inés de Asbaje se hará carmelita descalza, se llamará Sor Juana Inés de la Cruz.

E. Galeano, de la compilación de relatos titulado "Mujeres"
Alianza Cien Ed.

8/05/2008

Buda (part I)




pow pow now now pow pow now now
-fear & loathing in Menorca-

7/14/2008

Dale tiempo



Y cuando ya no quede ni un hombre en este lugar
ni su sangre espesa bañando todo lo que hay,
cuando todos mueran y sean enterrados
recién vendrán tiempos de paz.
Y hoy yo voy a buscarte
durmiendo hasta el fondo del mar
sin pensar, sin sentir,
dejando todo fluir al fin hoy he venido hasta aquí.
Desde el principio y todo este tiempo hasta aquí
justificándonos por ciencia, por dios, porque sí
cagada tras cagada no nos importa nada,
obstinado orgullo hasta el fin.
Y yo voy a buscarte
y quiero tu paz para mí
sin pensar, sin sentir,
dejando todo fluir al fin hoy he venido hasta aquí.
Dale tiempo, dale oportunidad,
ya va a empezar, ya va a empezar...
Y ya después no habrá dolor.

letra de Pez -

5/24/2008

***















"Uno no creería cuánta gente tiene en su casa
el cuadro de la silla eléctrica -sobre todo cuando
el color del cuadro hace juego con las cortinas."
A. W.

1/24/2008

Amor en la plaza Rivadavia













Si me lo cuentan no lo creo. En serio, no hubiera creído.
Si yo no fuera Roberto Arlt, y leyera esta nota, tampoco creería.
Y sin embargo, es cierto.
¿Cómo empezaré? Diciendo que la otra tarde, “una hermosa tarde”… Pero sería inexacto porque una “hermosa tarde” no puede ser aquella en la que ha llovido. Tampoco era de tarde sino de noche, bien anochecido, las ocho.
Como contaba, había llovido. Llovió un rato, lo suficiente para lavar los bancos, humedecer la tierra y dejar los caminos de las plazas en estado pastoso.
Más aún: llovió de tal manera que si usted se fijaba en los bancos de las plazas, comprobaba que conservaban frescas manchas de agua. No había banco que no estuviera mojado.
Eran las ocho de la noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No iba triste ni alegre, sino tranquilo y sereno como un ciudadano virtuoso. Alguna que otra pareja se cruzaba en mi camino y yo aspiraba el olor a los eucaliptos que flotaba en el aire embalsamándolo dulcemente, o mejor dicho acremente, pues el olor de los eucaliptos deriva del alquitrán que contienen, y el olor del alquitrán no es dulzón sino amargo.
Como decía, iba cruzando el parque, hecho un santito. Las manos sumergidas en los bolsillos del perramús, y los ojos atentos.
Y de pronto… (Aquí llegamos y por eso me retardo en llegar). De pronto, en una alameda que corre de Este a Oeste, y llena de bancos en los que los focos revelaban frescas manchas de agua, ví parejas compuestas de seres humanos de distintos sexo, conversando (esto de conversar es una metáfora) muy liadas. ¿Se dan cuenta ustedes? No sólo no sentían el fresco ambiente, sino que eran hasta insensibles al agua sobre la cual estaban sentados.
Yo me hacía cruces, y me decía: “No, no es posible… ¿Quién me va a creer esto? No es posible".
Y como un ingenuo, acercaba mi nariz a los bancos, los miraba y los veía, mojados a tal punto que, con perramús y todo, yo no me hubiera sentado allí. Y las parejas, como si tal cosa… Cualquiera hubiera dicho que en vez de estar diciéndose ternezas sobre una dura madera mojada, reposaban en cojines de Persia rellenos de plumas de grulla rosada.
Y no era una pareja. Eran muchas, pero muchas parejas, igualmente insensibles a la humedad e igualmente laboriosas en eso de demostrarse que se querían.
Algunas permanecían en un silencio comatoso, otras, cuando yo me acercaba, se apresuraban a gesticular como si discutieran temas de vital interés. En fin, terminé de cruzar el parque, consternado y admirado, pues ignoraba que el amor, como un hidrófugo cualquiera, impermeabiliza las ropas de los que se sentaban en bancos mojados.
La otra noche vuelvo a pasar por el parque Rivadavia. Hecho un santito, con las manos sumergidas en el bolsillo del perramús y los ojos atentos. No llovía, pero había, en cambio, una humedad de mis demonios, si mil demonios pueden ser húmedos. Tanta humedad, que la humedad se distinguía flotando en el aire bajo la forma de neblina. Eran las ocho de la noche, hora en que los ciudadanos virtuosos se dirigen a sus casas para embodegar un plato de sopa bien caliente. Y yo cruzaba el parque pensando que bien me había ganado un plato de sopa y otro de estofado, pues tenía frío y sentía debilidad. A diez metros de distancia apenas si se distinguía a un cristiano o a una cristiana. Tan espesa era la neblina.

Y yo pensaba: “Heme aquí, en el lugar más adecuado para pescarme una bronconeumonía o, cuando menos, una pulmonía doble. No hablemos de gripe, porque de solo poner las narices por aquí uno se hace acreedor de ella”.
Iba entregado a estos pensamientos asépticos o bacilosos, cuando llegué a la alameda que corre de Este a Oeste. Esa, la misma, la de los bancos.
¿Querrán creerme ustedes?
Desafiando las bronconeumonías, las pulmonías dobles y simples, las gripes, los resfríos, las pleuresías secas y húmedas, y cuanta peste pueda relacionarse con las vías respiratorias, innumerables parejas de niños y señoritas, jóvenes y caballeros, se arrullaban de dos en dos bajo las ramas de los árboles, que goteaban lagrimones diamantinos.
Juro que sería criminal no confesar que se arrullaban tiernamente. En la neblina, bajo los árboles goteadores.
“Ya ni en la paz de los sepulcros creo”. No creo en los efectos de la lluvia, de la neblina, del viento, del frío ni del diablo. No creo en la paz ni en la soledad de nada.
Siempre y siempre que me he dirigido a un sitio solitario y oscuro, a un paraje que desde afuera hacía pensar en la soledad del desierto, siempre he encontrado allí una muchedumbre. De manera que me inclino a creer que la única soledad posible es aquella que se produce en un agujero de tierra en cuyo fondo dejaron un cajón… ni en esa se puede creer.
De cualquier manera, he aprendido algo: que el que quiere soledad que la busque dentro de sí mismo, y que no importune a las parejas, que por tener la convicción de su amor, se quieren al aire libre y a la luz de una o varias lunas de arco voltaico.

Roberto Arlt "Amor en el parque Rivadavia"
en “Aguafuertes porteñas” (1958) Editorial Losada Bs. As.